10 agosto, 2016

En el nombre de Dios (La Ley de Dependencia)

Por redacción puntocomunica
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Opinión

En el nombre de Dios (La Ley de Dependencia)Aurora ronda los ochenta, si no es que los pasa. Lleva unos cuantos años conviviendo con el reuma y los achaques propios de esa edad tan avanzada, cohabitando con sus dolencias postreras y viviendo con Álvaro, su hijo. Álvaro tiene Down, Álvaro tiene 42 años, pero Álvaro también tiene unas ganas locas por vivir y ser feliz.

Sentados en la terraza de una horchatería Aurora y Álvaro conversan amenamente. Entre sonrisas cómplices y comentarios jocosos ven pasar la vida cada uno desde su atalaya, cada uno desde el lugar que la vida les ha deparado y ofertado. Madre e hijo mirándose a la cara, los ojos fijos el uno en el otro, desbordando apasionada ternura, esa ternura sentida e íntima que sólo una madre y un hijo pueden brindarse.

Nines ya no tiene a su rey con ella. Su trono quedó vacante. La muerte, vestida de síndrome de Menkes, se lo arrebató violentamente una mañana de octubre. Entre sus brazos lo tuvo, y entre sus brazos lo perdió. La muerte tan desafinada siempre, tan cruel y lujuriosa decidió que el tiempo de Aarón ya tocaba a su fin.

Nines perdió a su hijo cuando tan sólo contaba 16 años. Era el año 2013. Era otoño. Aquel niño de sonrisa perpetua y de mirada bondadosa e infinita se echó sobre sus enjutas espaldas todos nuestros pecados, los humanos y los inhumanos, hasta que un buen día sus fuerzas se quebraron y cayó vencido bajo el manto protector y benigno de su madre. Qué mejor lugar para nacer, para morir.

Yvonne y Daniel tienen una hija preciosa que el mes pasado cumplió 17 años. Una negligencia médica, un maldito error humano durante el parto condenó a Alba a vivir postrada en una silla de ruedas. La capacidad volitiva restringida al mínimo, y siempre bajo la supervisión de padres y rehabilitadores. Mala praxis. Mala suerte. La silueta luciferina adquirió su peor y más grotesca forma. Alba nació marcada, Alba nació rota.

Yvonne vive prendida y prendada de los ansiolíticos que la mantienen a mitad de camino de lo real y lo irreal. Yvonne garabatea para sus adentros dibujos ininteligibles incluso para ella misma. Daniel asumió a su forma y manera todo lo que se les vino encima. Quiso mantenerse en pie, erguido, no cayó, no al menos al principio. Ya luego la cosa cambió y su derrumbe físico y psíquico se hizo evidente. Daniel interiorizó para sí toda la rabia que su corazón generó, que no fue poca.

Álvaro es un niño en un cuerpo de hombre. Famosa es en el barrio su colección de Playmobil, destacando la casa de los Alpes y el teleférico. Alba peina y repeina a sus muñecas. De mayor quiere ser profesora e independizarse, quiere vivir su vida a su manera y a su forma. Ir, volver; andar, desandar; reír, llorar. Aarón ya no está recostado en su sofá favorito, ni frente a él discurre la alegre historia de Nemo y sus amiguitos. Aarón, Pío Nono, no el Pío Nono purpurado, no el prelado de Roma, éste es de Albacete y vive prendido entre imaginarios alfileres que lo sostienen entre nosotros, Álvaro, Alba y tantos y tantos otros que nacieron marcados bajo el signo de Caín; mal signo que te mantiene alejado de la normalidad y de la vida facilona y siempre a expensas de los caprichos vitales que determinen si hoy toca reír y jugar o salir corriendo al hospital para un nuevo ingreso hospitalario o por un simple susto.

El 5 de marzo de 2006 el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero presenta en un acto público la Ley de Dependencia. El 20 de abril de 2006 fue aprobada por el Consejo de Ministros y el 30 de noviembre del mismo año fue aprobada de forma definitiva en el Pleno del Congreso de los Diputados por una amplía mayoría. La Ley fue, finalmente, publicada en el Boletín Oficial del Estado número 299 del 15 de diciembre de 2006.

Hoy, una década después, la Ley de Dependencia ha sido vil y brutalmente cercenada por el gobierno marianista del PP. Grotesca manera de decapitar a la esperanza. Por poner un ejemplo; en el año 2008 se estimaba que podría haber en España 2 millones de personas dependientes sobre una población total, ese mismo año, de 46 millones de habitantes.

Es este un país de crueles contrastes. Mientras la cultura del pelotazo, del haber quien roba más y mejor se ha instalado de manera ignominiosa entre nosotros al otro lado de la línea están los desprotegidos y porque no decirlo, los desarraigados sociales. Seres con los mismos derechos que el resto pero que viven bajo los caprichosos vaivenes de una clase dirigente que nos intentan embaucar con oratorias floreadas.

Cuan cierto es que mientras el problema no te afecta a mi que no me molesten. Cuan de verdad esconde que los verdaderos enemigos del hombre es el propio hombre. Lastimera y cicatera forma de ser, la de vivir para sí sin importar nada ni nadie más.

Una década después la Ley de Dependencia es una de las Leyes más esquilmadas de las existentes. Nació con la sana idea de ayudar, en mayor o menor medida, a unas familias que a la ya pesada carga emotiva y personal que conlleva convivir con una persona dependiente se unían los múltiples y variados gastos que a veces generan este tipo de patologías. Diez años después el gobierno marianista, alejado de la gente y carente de empatía emocional y epitelial se ha pasado por el forro de sus entretelas una de la Leyes más justas y necesarias. Hay personas tan soberbias que a la hora de pasar revista a sus defectos lo hacen a caballo. Girar la cara hacia el otro lado, como haciendo creer que nada pasa, que todo está bien es un vergonzante ejercicio de cobardía política y sobre todo, humana. Alejarse de la cotidianeidad de las cosas también te aleja del sentido que de la política emana. La política es, simple y llanamente, servir a los demás. Existen infinidad de casos de buenas personas en lo personal, pero nefastos hombres y mujeres de Estado.

Por la cosa pública han pasado oradores conspicuos que deleitaron a sus señorías con discursos excelsos y sobrados de literatura. Pero no es menos cierto que a la gran mayoría de ellos les faltó llegar, calar, ahondar en el apartado de lo humano. Necedad ante la necesidad. Defecto antes que exceso.

Alba sueña despierta, sonríe callada, sumergida en un halo de ternura confesable y transmisible. Pio Nono ha dejado hace unos días su escayolita en el cubo de la basura y ya no parece estar de mal humor; es más, se le vislumbra una mueca de pícaro que hace temblar a su madre. Será malandrín el pequeñín. Álvaro siempre anda diciendo que es un niño grande y que él solo se vale para cuidar a su madre. Aurora esboza una gran sonrisa cuando ve a su hijo sentado en el suelo de su cuarto hablando con Alfred, el abuelo de poblada barba blanca; sí, sí el abuelo tirolés que vive en la casa de los Alpes de Playmobil. La inocencia que nunca se pierda por favor. El sofá de Aarón musita para sí su honda y apesadumbrada tristeza. Él no está, ya todo importa poco. Su habitación se mantiene intacta, como sabiendo o intuyendo que algún día él regresará como regresan los demás niños tras volver del colegio. Y mientras su madre, Nines, escucha, a mitad de camino de la ausencia y la pereza, la música de la Mari, de ‘Chambao’.

Que la Ley de Dependencia no muera, o mejor será decir que no la maten, que se luche por ayudar a todos aquellos que llevan consigo la pesada e incomoda carga de no ser autosuficientes. Que las conciencias se revuelvan contra la iniquidad y la ignominia. Basta ya de jugar con la necesidad y la desgracia. En pie ya. Alzados y mirando de frente y a los ojos de los políticos y de las Instituciones Públicas. Aparten por un momento toda la putrefacción ideológica que os hacen vulnerables y miserables, políticamente hablando, y aúnen esfuerzos y voluntades. Es una demanda, es una exigencia. Álvaro, Aarón, Pio Nono, Alba, Aurora, Nines, Llanos, Yvonne, Daniel,…, la sociedad de bien en peso clama por ello.

Decía Boris Pasternak, el célebre ‘Doctor Zhivago’ que “pasan los hombres, quedan sus obras”; y yo me pregunto: ¿qué coño nos quedará de todos estos, de casi todos?; pues nos quedaran renglones torcidos como los que escribe Dios de vez en cuando, nos quedarán obras inacabadas, promesas incumplidas, viajes al fondo de la noche como los que realizó Louis Ferdinand Céline en su momento, nos quedarán vasos inconclusos de absenta sobre una mesa de madera maloliente, aromas fétidos de mil y una mentira mundana y marrana. Nos quedaran discursos sosos y nada enaltecedores en un hemiciclo hastiado y repudiado a partes iguales, nos quedaran alianzas absurdas, juego de tronos en busca de fama, honor y gloria, nos quedará lo cómico de unos y lo trágico de otros, nos quedará el rostro cicatero e infame de unos personajes henchidos de hedores nauseabundos surgidos del más profundo de los avernos humanos. La mentira y el fraude moral, esos nos quedará de casi todos; pero sobre todo nos quedará la enorme pena y desazón de que todo pudo haberse hecho mejor; de verdad que sí.

Diego De Vicente Fuente
[email protected]

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