hospital manises
28 julio, 2024

En la 3º planta de la vida (UCI del Hospital de Manises)

Por redacción puntocomunica
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Adrián chillaba colérico cada cinco minutos, o tal vez menos. Unas veces pedía un zumo, otras un pañal nuevo porque el que tenía le hacía daño, la más de las veces gritaba por gritar, por llamar la atención, por hacerse oír.

Sus chillidos venían de lejos, o eso le parecía al enfermo del box 1; bastante tenía él con somatizar todo lo que en las horas previas le había sucedido. Aquello no parecía real, ni tan siquiera él era el que estaba allí, postrado en aquella cama incomoda y todo lleno de cables y vías que salían de su muñeca izquierda cuan ramales de autopistas. Él no, aquello era un mal sueño del que pronto despertaría para, sudoroso y angustiado, incorporarse en la cama y volver a la realidad y a la cotidianidad.

Adrián seguía con sus alaridos que se metían en su cabeza cuan golpes de martillo. Deseaba que se callara, que alguien le suministrara un inductor al sueño, una dulce y santa pastillita que lo adormeciera hasta el día siguiente. Pero no, lo único que se escuchaba era al celador reprendiéndole una y otra vez; ¡“Adrián cállate”!

El enfermo del box 1 empezaba, pasados unos largos e interminables minutos, a asimilar lo que le había ocurrido. Aquel día se levantó como siempre. Nada reseñable. Se preparó para ir al trabajo, se vistió con su ropa deportiva y antes de salir se acercó sigiloso a la habitación de sus pequeños hijos para observarles mientras éstos dormían. Le encantaba verlos dormir, con esa dulzura en sus rostros, y esa paz. Jamás pensó que después de verlos todos los días desde que nacieron dejaría de hacerlo durante tres interminables días.

Cogió su bicicleta y aún con las primeras luces del amanecer se echó a la calle para dirigirse a su trabajo. El trayecto fue como un día normal, nada difente. Un coche que se salta un ceda el paso, otro que le adelanta con temeridad y osadía, las primeras personas que caminan como autómatas mientras se dirigen a sus trabajos o a la boca del metro. Las primeras cafeterías que alzan sus persianas metálicas, el olor del primer café, la primera tostada. Todo igual que siempre, un día más, o un día menos según con la óptica que lo veas.

Las iniciales horas pasaron rápidas. Y dentro de esas primigenias horas él empezó a notar que algo no iba bien. Respiración acelerada, sudoración, pero nada que hiciera pensar que la cosa empezaba a torcerse. Intentó tranquilizarse, gestionar bien la situación. Creyó, erróneamente que aquello podía ser un ataque de ansiedad.

Media hora más tarde se encontraba en la sala de urgencias del Hospital de Manises. Primera observación, y primera nota discordante, la tensión excesivamente alta. De aquel iniciático box, aquel donde te evalúan y encasillan, por protocolo, en qué punto de urgencia estás no salió. Ya no volvió a la sala de espera. Ya no.

A partir de aquel momento los acontecimientos se precipitaron. Y a él el tiempo se le paró. Todos los recuerdos agolpándose con vertiginosa rapidez en su mente. Y todos con la figura de sus hijos y su mujer presidiendo cada segundo vital. No renunciaba ni renegaba de su estado actual, lo aceptaba, pero con matices. No quería, ni por un momento, pensar que todo podía complicarse más aún de lo que ya estaba. Sus hijos, su mujer, su madre, …Demasiados pequeños para perderlos tan pronto, demasiado sentida para abandonarla sin decirle adiós y sin pedirle perdón, demasiado mayor para volver a darle otro disgusto de funestas consecuencias tras el ya vivido con otro hijo.

Allí, en el quirófano, mientras el cirujano, con precisión milimétrica, realizaba el cateterismo radial él iniciaba con el cardiólogo intervencionista una conversación donde lo que pretendía era mantener la mente en otro sitio mientras el catéter iniciaba su peregrinación corporal. Llegó un momento en que le pidieron que callara, todo iba bien, pero debía dejar terminar la obra al ‘artista’.

Y después llegó aquel paseíllo hacia las plantas altas de la vida. Trayecto corto pero lleno de alguna que otra curva que el celador sorteaba con elegante precisión. Y luego el silencio sólo roto de rato en rato por los quejidos casi abisales de Adrián.

Box 1, postrado, yacente sobre la cama, en continua observación, en constante seguimiento. Las horas siguientes al episodio cardiaco son muy importantes. El protocolo a seguir es de obligado cumplimiento, forma parte del ADN de los galenos. El azar aquí no tiene apenas cabida. La ciencia se perpetua y no entiende de opacidades.

Cuesta dormir, estás incomodo, fuera de tu hábitat natural. Extrañas el aire, los olores, las gentes. Allí dentro casi todo es silencio, quietud, allí dentro el lenguaje gestual cobra vital importancia. Una mirada de soslayo al compañero uno la capta de inmediato y los pensamientos varios se agolpan con celeridad en tu todavía anonadada mente. Aquel sitio parece la artería mesentérica, esa que, junto al tronco celíaco, irriga todos los órganos abdominales del sistema digestivo. Desde los sótanos del silencio la vida busca subir, a través de las arterias, venas y capilares, hacia las plantas altas, aquellas que vaticinan que tu estancia hospitalaria puede concluir de manera satisfactoria. Tu músculo cardiaco reposa, junto al resto de tu cuerpo, en la 3º planta. Silente, sólo tus ojos hablan. Y lo hacen desde, y a través de la liturgia del recogimiento casi monacal. El tiempo se quebró y las manecillas saltaron en mil y un pedazos. Parada obligada en los boxes de la enfermedad. La isquemia coronaria te rodea el cuerpo y el alma. La patología se ha adherido a ti. El que cree hace cruces, y el que no musita para sí toda su rabia y pena. La vida ni perdona ni concede treguas.

El paciente del box 1 abandonó la UCI, bajó una planta y de ahí retornó a la vida. Atrás dejó un grupo humano extraordinario, y por ende unos profesionales sublimes y excelsos; allí se quedaron el Dr. Manuel Tejeda, me recuerda su apellido a la zona cumbrera de mi isla, allí donde el Roque Nublo se alza mayestático en busca de Dios; la Dra. Micó, el Dr. Javier, Pablo, Manoli, Lidia, Verónica, Ana, Cristina, Iván, él que con una ternura y sensibilidad inherente a su forma de ser le untó la tostada a aquel hombre yacente y ‘cableado’ que no cabreado.

Algunos de ellos no seguirán ya allí. EEUU esperaba a la lozana andaluza. ¿Cuántos corazones heridos habrás ayudado a reanimar? El tiempo ha pasado muy deprisa, y las cosas cambian; también las personas. Cambiaron los aplausos y las balconadas por la inquisitorial manera de pedir explicaciones y soluciones a quienes no son Dioses, sólo seres humanos. A quienes, día sí y día también, tienen que acorazarse para no empatizar ni con la enfermedad ni con el paciente; pues de hacerlo serían devorados por el Fauno que todo lo deglute. La asepsia interior es muy importante.

Eso sí, jamás, por favor, perdamos el factor humano. Ese factor nos une a todos; a los que entran y a quienes ejercen su profesión. Con ese factor nos igualamos; nos miramos a los ojos con honestidad y franqueza.

El enfermo del box 1 de la UCI encontró en aquel hospital de Manises honestidad, franqueza, y por encima de todo, humanidad. Lo vio en los ojos de muchos, y en los gestos de unos pocos, pero lo vio. Y lo sintió. No hubo falsedad.

Ahora él corre por la vida, pedalea ilusionado mientras sigue viendo crecer a sus hijos. Y de tarde en tarde recuerda, con agrado y cierta dosis de cariño, a todos aquellos que lo volvieron a conectar con la vida.

Este es mi pequeño homenaje desde el campo que controlo, desde la escritura, desde lo vivido. Ellos y ellas dominan el escalpelo, el juramento hipocrático, las vías, los cambios posturales, la medicación a dar, los aseos que limpiar, las camas que hacer, la comida que dejar; ellos y ellas controlan los coléricos y desatados gritos de Adrián. ¡Ay Adrián si sólo fuera un nuevo pañal lo qué pides!

Qué delgada es la línea que separa la vida de la muerte. Línea imaginaria que muchas veces no tenemos conciencia en qué lado de ella nos encontramos. A un lado el edificio cementado, al otro el caudal humano que hace que los tránsitos de un lado al otro de esa línea sean más o menos llevaderos. Y esa línea está en los hospitales, pero también en tu casa, en el trabajo, dentro de un avión. Y más tarde o más temprano la cruzaremos todos, estudiantes, niños, ancianos, periodistas, jornaleros, médicos, …

Llega el cambio de turno, la noche ha sido larga, qué bien sienta ese primer café, ese “buenos días” que retumba en toda la planta. Qué bien le sienta a Vega esa mirada dulce y tierna del compañero de la mañana tras una noche de sobresaltos y llamadas de pacientes desde sus rígidas camas.

La luz de la vida atraviesa de norte a sur todo el recinto. Amanece, qué no es poco, y la engrasada maquinaria hospitalaria, un día más, echa a andar.

Diego de vicente Fuente