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VALENCIACF.COM /Lázaro de la Peña.

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Se podría haber llamado de mil y una formas diferentes. Sus padres, como muchos otros, se fueron a buscar un nombre que por originalidad y significado les agradase. Raquel y Alfonso; o Alfonso y Raquel se prendaron de los nombres de origen canario y para allí que tiraron. Se pudo haber llamado Nauzet, o Bencomo, o Tenesor, o Doramas, o tal vez Guayre ¡pero no! Se llama Yeray. Un valenciano con nombre canario. La globalización da para eso; y para más, mucho más.

Su vida no difiere en demasía de la de un niño de trece años. Aficionado al fútbol, ‘su’ Valencia colma sus deseos y anhelos, a los videos juegos, a la natación,…En la valenciana localidad de Burjassot Yeray, junto a sus padres, llevaba una vida que hasta hace casi nada rozaba la normalidad. En el club Los Silos de su localidad ubicó su figura en la zona defensiva y desde ahí iba oteando, no sólo el partido, sino por extensión su vida. Nada por lo que preocuparse, nada por lo que alterarse. Un niño a tan temprana edad no sabe ni conoce mayor problemática que sus progresos escolares o si su equipo del alma gana o pierde el partido del domingo.

Yeray aún se está formando; Yeray todavía es una oruga camino de ser mariposa. Su metamorfosis sigue su curso natural, ese curso que dicta el tiempo, que marca la vida. Yeray está en fase inicial en todas las balconadas vitales. Su despertar a todas esas atalayas y caminos reales aún está por gestarse. Y mientras eso se produce, y mientras las piezas del puzzle se ubican él lucha contra el mal que vino de lejos, contra la enfermedad que se adhirió a su cuerpo sin previo aviso. La enfermedad no sabe de edades; llega, se posiciona y lanza sus garras con mucha virulencia y escasa vehemencia. Los peajes vitales son muchas veces excesivamente duros y malintencionados.

Desde la bocana del vestuario los jugadores de uno y otro equipo se miran, entre el desafío y el respeto. Fuera, en el Santa Sanctorum del valencianismo, en las pobladas gradas del reciento de la avenida de Suecia el nerviosismo y la excitación se pueden palpar. El ruido es ensordecer, el ambiente recuerda el de las grandes tardes. La historia parece repetirse, la liturgia se adorna y se acuna entre los protagonistas de uno de los espectáculos más hermosos y menos explicables del mundo. Allí se dan cita, se encuentran, se hermanan durante hora y media gentes de todos los estratos sociales imaginables e inimaginables. Allí, en aquellas localidades, a veces frías, muchas veces sucias y polvorientas, hablan un médico con un camionero; o un repartidor de pizzas con un excelso y versado abogado. No hay gremios, no hay bancales sociales. La cohabitación es simple y llanamente deliciosa para el gusto y la vista.

Los jugadores dan sus últimos y nerviosos saltitos antes de acceder al campo. Unos que se saludan e intercambian breves y distendidos cometarios. Los noveles en estas lides no pierden detalle a nada de lo que allí acontece. Tal vez el año que viene sean ellos los pregoneros de esta fiesta sin parangón e intensa, muy intensa.

Yeray, junto a su padre Alfonso, tampoco son ajenos a lo que sus despiertos ojos otean. Él es un chico introvertido, silencioso, que todo lo guarda y lo procesa para sí. Desde las localidades en donde están situados pueden ver con claridad meridiana la bocana que da acceso a los vestuarios. En breve, en nada, sus ídolos se harán visibles. Mientras, inhala el fresco aire que lleva cosido a sí el olor inconfundible del césped recién regado. Ese olor os puedo asegurar que nunca se olvida; nunca, aunque jamás vuelvas a un Estadio de fútbol.

Dos filas más abajo de donde Yeray y Alfonso se encuentran hay un chico de unos quince años que bocadillo en mano comenta junto a su abuelo, ya octogenario, los prolegómenos del encuentro. Ese chico, Aarón, y su abuelo son del Levante, el rival en el día de hoy del equipo de nuestro protagonista. Unas bufandas anudadas a sus cuellos los delatan claramente. No sólo el murciélago realiza su vuelo rasante sobre el Estadio de Mestalla; también una simpática rana busca, sin pretender molestar a nadie, un digno acomodo en terreno supuestamente hostil.

El partido hace ya un buen rato que dio comienzo. A los primeros compases de estudio entre ambos equipos se abre un periodo desagradable de hostilidades envueltas en entradas fuera de tiempo y en improperios entre jugadores de uno y otro bando. Esa rivalidad enconada y muchas veces mal entendida se traslada a las gradas. Algunos aficionados comienzan a tomarla con Aarón y su abuelo. Ellos tan sólo intentan disfrutar del partido, pasar un rato agradable, llevarse un buen recuerdo a casa, compartir esa hora y media en donde, para fortuna de muchos, no hay apenas ‘wasapeo’ con nadie ni ‘selfies’. Hasta en esas batallas gana el fútbol. Bendito sea.

Yeray, al que nada se le escapa, observa entre incrédulo y sorprendido la escena. Su padre hace lo propio. Y ambos desde el prisma de sus respectivas edades. El niño y el hombre sienten la misma desazón y pena por Aarón y Vicente, su abuelo octogenario. Ninguno de los dos entiende apenas nada. Y eso que Yeray, desde su floreciente y temprana edad, siempre, y sin saber apenas porqué, rehuyó y rehusó contacto alguno con el levantinismo. Su equipo es el Valencia, en su ciudad manda el Valencia; y del vecino, el equipo de los Poblados Marítimos, el club de la afamada calle Reina, el conjunto afín al popular y populoso barrio de Nazaret ni sabe ni quiere saber.

Yeray intenta entender la situación, desagradable e incoherente, que se está viviendo apenas dos filas más abajo de la suya. Pero Yeray no logra entender nada. El cree que la rivalidad es otra cosa. Que la rivalidad bien entendida es sana e incluso bonita. Piensa, desde el descaro y la frescura de sus trece años, que rivalizar es animar hasta casi desgañitarse en el intento, blandir las banderas al viento cantando el himno de tu equipo, recitar de memoria, toda la memoria que un niño de trece años pueda tener, la alineación de tu equipo; o los nombres de los jugadores más egregios que han vestido la elástica de tu club. Yeray cree que la rivalidad es sacar pecho ante los rivales de tu ciudad o de otras ciudades del excelso palmares que ostenta tu equipo. Pero él ni entiende ni comprende los insultos e improperios que están recibiendo el nieto y el abuelo. La situación le incomoda, la situación le molesta, incluso le enfada y por extensión le entristece.

Ya de camino a casa, sumergido en sus habituales y protocolarios silencios, masculla para sí toda su rabia e impotencia. Llegó a pensar en intervenir, en salir, como si de un héroe anónimo se tratara, en defensa de Aarón y Vicente. Aquella idea, la de defenderlos, le duró unos segundos pero la idea la tuvo, le germinó, le brotó como brotan las cosas a los trece años, con frescura y naturalidad, mucha naturalidad.

Mientras andaba iba pensado que aquella mal entendida rivalidad le había llegado a él de forma casual, casi por transmisión oral. “¡Si soy del Valencia a los del Levante ni agua!” llegó a pensar en infinidad de ocasiones. “Si soy del Valencia también soy antimadridista”, “Si soy del Valencia…”. Todos esos cercanos recuerdos se agolpaban con inusitada rapidez en su mente. Y fue en esos momentos, y fue en ese instante, breve pero intenso, que sintió vergüenza de su forma de pensar y de actuar. A su mente acudió el día en que Borja, su vecino del quinto, bajó a la calle enfundado en su camisa del Levante. Borja era y es un chico alegre y espontáneo. Aquel día se tuvo que volver a casa triste y casi lloroso por culpa de las burlas de Yeray y sus amigos.

Yeray sigue conviviendo con su enfermedad. Estoy firmemente convencido de que la derrotará y continuará abrazado a sus sueños y a sus deseos. Yeray quiere dejar atrás muchas cosas que no le aportan nada. Él quiere ser feliz, sólo eso.

Cuando todo vuelva a la normalidad, cuando sus controles médicos se lo permitan, cuando las fuerzas le acompañen invitará a Borja, su vecino del quinto, a ir a Mestalla a disfrutar de un partido de fútbol. Y es probable, muy probable que no vuelva a ver ni a Aarón ni a Vicente, su octogenario abuelo. No importa, de verdad que no, porque él bien sabe que siempre los recordará con cariño, mucho cariño.

Démosles a la juventud, desde la infancia, la oportunidad de saber entender, desde el respeto por los demás, el concepto bien definido de rivalidad. No enfrentemos a los unos contra los otros, no abonemos campos de futuras violencias. ¡No! El deporte, cualquiera que sea la disciplina, debe de ser un elemento de unión de valores tangibles de bonhomía. Todo lo que no sea eso no tiene cabida en esta sociedad, sociedad que últimamente lleva demasiado tiempo agachando la cabeza y mirando con descaro hacia otro lado. Y esto es tarea de todos: de los clubes, de las Federaciones, de los Centros de Formación, de las Escuelas Deportivas, de los monitores, de los educadores, de las figuras ya consagradas, de las que están en ciernes; y también es labor de los padres, de los Medios de Comunicación, de esos avezados periodistas que son, muchas veces, referentes de una juventud falta de proyectos y escasa de motivación. Siempre he creído en un mañana mejor; todo es posible.

Hoy Burjassot, hoy Valencia en peso se ha levantado risueña y renovada. Frente y junto al mar los sueños se suelen tornar realidad. Empecemos a construir, a edificar un futuro mejor para todos, y hagámoslo ya. Yeray, corre, corre que la vida te está esperando.

DIEGO DE VICENTE FUENTE
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