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16 diciembre, 2021

Cuento de Navidad (Pureza de María-Cid)

Por redacción puntocomunica
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Diego de Vicente

Después de merendar ella siempre ayuda a su mamá, Alberta, Alberta Giménez…”

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Nace un nuevo día, se alza el telón, pertrechados con gorros, bufandas y chaquetones se encaminan al colegio cogidos de la mano los hermanitos que felices se dirigen, no al portal de Belén, pero si a los portones negros que dan acceso al interior, esos portones que al abrirse, aparte de chirriar un poquito, dan rienda suelta al ruido, al jolgorio, a la inocente infancia y a la hermosa juventud. Unos corriendo como posesos hacia sus aulas, otros asidos a la mano protectora de la madre, del padre o del abuelo que confiados los entregan a sus profesoras o profesores en las puertas que dan acceso a sus clases.

Allí que van ellos, como si no hubiera mañana, plenos, ilusionados, contentos, y escondiendo tras sus mascarillas su eterna y proverbial sonrisa, esa que en infinidad de ocasiones te desarman hasta la rendición. Bandera blanca y a jugar a otra cosa. El mundo playmobil es mágico y embriagador, también el muñeco ‘Luisito’ al que los pañales le sientan de maravilla, como al niño Jesús.

Nuestros hijos son el más hermoso de los legados, la herencia que perdurará, el mejor de los versos compuestos, la sintonía más armoniosa jamás conocida, nuestros testigos y por ende nuestro relevo. Nuestra obra maestra. Nada ni nadie los doblega, se caen y vuelve a levantarse con una facilidad pasmosa. Desafían a las leyes físicas con un descaro y un desparpajo nunca antes conocido.

Llega la Navidad, un año más, a nuestras vidas, y lo hace aferrada a la ya denominada sexta ola de esta maldita y endemoniada pandemia, esa que cambió nuestros hábitos de vida y que nos hizo ser prisioneros en nuestras propias casas. Día si y día también saliendo al balcón en busca de aire, en busca de una libertad cercenada por un mal que nos recordó a las famosas plagas bíblicas que camparon a sus anchas en los albores del tiempo. La literatura, entonces, agrandó al Fauno; pero siglos más tarde la letra cobró vida y alzada y crecida escupió su virus contra toda la humanidad llegando lo que hasta entonces nos había parecido ficción. El 13 de marzo de 2020 se decretó el Estado de Alarma, y tocó encerrarse de puertas para adentro. Aislados y temerosos. Y fue en esos momentos cuando majestuosas surgieron las figuras reales de nuestros hijos que de manera espartana y camaleónica se adaptaron a las circunstancias que tocó vivir. Ejemplares hasta más allá de la acepción de la palabra, dóciles con el uso de la mascarilla, miméticos, sin un mal gesto, ni una mala cara, enseñándonos diariamente que nada puede vencer al amor ni a la esperanza. Semanas de encierro, de conexiones on line, el wifi echando humo, de preguntar por los amiguitos que de forma precipitada se quedaron perdidos en el limbo de la tragedia, de los que no se pudieron despedir con un “hasta el lunes”, o un simple “hasta mañana”. Se abandonaron las asambleas, los oratorios, los gritos despreocupados en el rato del recreo mientras unos pillan a los otros, la alegría desbordada y contagiosa en el momento de ver al padre, a la madre o al abuelo a la hora de la salida. Sólo quedó el silencio, descarnado y doloroso, como compañero inseparable de las Hermanas de Pureza de María. Las aulas vacías, el patio despoblado, todo el Centro en sí aterido de un frío descorazonador y casi inhumano. Un colegio sin niños es un cuerpo sin corazón ni alma. Nuestro tejido epitelial se resintió, sin el calor humano, sin el contacto el ser humano no es un ser completo ni realizado. Siempre he dicho que las nuevas tecnologías son una forma de autismo solapado, y si no suban a un autobús o al metro y observen, cabezas gachas, cascos enhebrados al oído, casi nadie habla con nadie, silencio y más silencio, todo demasiado desnaturalizado e impropio de lo que significa o debe de significar ‘humano’.

Cubicado por una avenida y una calle, el Cid y Alcácer, el Colegio Pureza de Maria-Cid ampara y cobija a 1.200 alumnos desde de su etapa infantil hasta su salida a la Universidad, toda una escuela de vida, de aprendizaje, de crecer bajo el mecenazgo de la inolvidable y maternal Madre Alberta. Alberta, la abnegada y sufriente Alberta. Hecha y rehecha de jirones y retales de su existencia vital. Hija, esposa, madre, educadora y fundadora, mil vidas en una. Envolvente y sugerente.

Antaño, en otro tiempo, existieron auténticas y fervorosas cunas del saber, formadoras de personas de bien y para el bien. La Grecia Clásica abrió muchos caminos, muchas y grandes vías, la Italia del Renacimiento fue otra gozada digna de elogio y mención, el Siglo de Oro español no se queda atrás,…La Historia, con mayúscula, lo guarda todo con celo para que las generaciones presentes y futuras no olviden jamás de donde venimos y sobre todo a donde queremos ir.

Mi hija Vega tatarea con ritmo y gracia, mucha gracia, ese estribillo que encabeza este escrito y que lleva tiempo acomodado en mi cerebro y que, casi de forma inconsciente, repito de tarde en tarde; eso sí, sin gracia ni ritmo, donde cante mi hija que se aparte el padre, faltaría más.

Llega la Navidad a nuestras vidas, a nuestras casas y sobre todo a nuestros corazones. Qué la angustia de lo que sigue llegando no ahogue ni rompa estas fechas, contemos a nuestros hijos aquellos cuentos que nuestros padres nos recitaban casi de memoria, esperemos a la noche del 24 de diciembre , casi el 25, para colocar al niño Jesús en su camastro pues aún no ha nacido y no es de recibo que esté puesto ahí. Que los Reyes, junto a su pajes, avancen cada día un poquito más desde la fortaleza de Herodes Antipas hasta el lugar donde nacerá el hijo de Dios. Mis hijos, Iván, Vega y Álex tienen bien aprendida la lección, de sobresaliente. Y allí, donde alumbrará el Mesías, justo encima de la humilde morada, muy cerca del Arcángel Gabriel, está la ‘Estrella Ilusión’; pero eso ya fue cosa de mis hijos que la ubicaron allí como parte de la liturgia y a nosotros, a su madre y a su padre, nos encantó la idea.

Alguien dijo hace tiempo que “la Navidad no debería ser una fecha sino una actitud”. Qué la llama perpetua del amor jamás nos abandone y que nuestros hijos crezcan en el amor, la salud y la bondad y siempre mirando hacia Dios.

Afecto y desafecto, cercanía y lejanía, bonhomía y maldad, los extremos jamás se encontraran. ¡qué jueguen y canten los niños! ¡Atentos! Los portones se abren, a por nuestros hijos que como un Belén viviente transitan por la vida, por nuestras vidas. El verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Las estrellas están en casa. ¡Viva la luz!

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